Un Hoffman menor
Archivado en: Cuaderno de lecturas, sobre "Los elixires del diablo"
Los elixires del diablo, de Ernst Theodor Amadeus Hoffmann -leída y anotada en septiembre de 2000-, es una obra confusa, que se dispersa en un montón de propuestas. Bien es verdad que casi todas ellas son sugerentes, pero a la postre, precisamente por serlo, acaban defraudando el interés que despiertan. Uno de los peores reproches que podemos hacer a una novela de miedo.
El pequeño Medardo, estigmatizado por las impiedades de sus antepasados, crece bajo la tutela del clero. Con estos antecedentes, nada más normal que la precocidad de su vocación religiosa. Convertido en fraile, le es encomendado el cuidado de una reliquia, de la que se dice fue un elixir con el que el Maligno quiso tentar a San Antonio. Habida cuenta de la cantidad de referencias a la ingestión de sustancias -alcohol, drogas, etcétera- que pueden desprenderse de este último dato, cumple reparar en su significado. Y es justo ver en él un trasunto de la mismísima manzana del pecado original ni más ni menos. Pero Medardo no repara en ello. Viendo que dos visitantes del monasterio dan cuenta del elixir alegremente, nuestro fraile, tras superar la tentación, decide imitarlos. Acto seguido comienzo su fantástica aventura.
El primero de los síntomas de la embriaguez producida por el néctar del Diablo es una elocuencia en el púlpito. Tanto el prior como la abadesa, que han apadrinado a Medardo en su infancia, dudan de la fluidez de su verbo. Donde la feligresía ve piedad, los superiores religiosos no encuentran sino vanidad y arrogancia.
Las similitudes de Medardo con el Ambrosio de Lewis no son casualidad. Tampoco es gratuita, como en un principio creí, la afirmación de la deuda de este texto con El monje. En la página 210, dentro de una carta referida por Aurelia a la abadesa leemos: "(...) vi sobre la mesa un libro extraño. Era una novela traducida del inglés: ¡El monje! Un estremecimiento helado acompañó al pensamiento de que mi amado desconocido era un monje". Lástima que el homenaje, sin ser el plagio que descaradamente podría ser -todo hay que decirlo-, no esté a la altura de las circunstancias.
Vista la vanidad que se encierra tras su falsa piedad, su superior ordena a Medardo que viaje a Roma. En ello está cuando se desata la fantástica experiencia del religioso. Llegado a un siniestro desfiladero presenciara la muerte de un misterioso personaje al precipitarse al vacío. Se trata del conde Vitorino, quien se hacía pasar por un fraile como el nuestro en el momento de su caída. Dándose la casualidad de que el desdichado guarda un asombroso parecido con nuestro protagonista y de que estaba metido en una intriga de faldas en un castillo próximo, Medardo decide ocupar su puesto. Allí -sin que nadie lo advierta, primera nota chocante-, fingirá ser el amante de Eufemia, la dueña, mientras disfruta de la hospitalidad del castellano.
Pero quien en verdad le inspira es la ya citada Aurelia, la bella hija de la casa. Medardo ve en ella la imagen de Santa Rosalía que tanto admirara de niño. Descubierto por el hermano de la bella -Hermógenes- en el momento de llegar a la conclusión de sus amores adulterinos con Eufemia, dará muerte a una y a otro, siendo Aurelia testigo del asesinato de su hermano.
Refugiado bajo una falsa identidad en una ciudad, allí conocerá a un prodigioso peluquero -Belcampo, más fantástico que terrorífico- que está al corriente de la experiencia del religioso y le proporciona nuevos peinado y atuendo.
Cuando Medardo ya se cree integrado en el lugar, asistiendo a una reunión de sus nuevos amigos, se presenta en ella un artista muy admirado que va mostrando la vida del fraile en sus cuadros hasta llegar al crimen que cometiera en el castillo en uno de los pasajes que más me han interesado. La huida vuelve a imponerse a nuestro protagonista.
El siguiente episodio tendrá lugar en la casa de un guardabosques. Si no recuerdo mal, es aquí donde -merced al relato de este nuevo personaje, quien ha dado cobijo a un monje desquiciado, cuya experiencia es exactamente igual a la de nuestro Medardo- se nos refiere por primera vez la existencia de un doble. Reducido a una simple justificación que aparece y desaparece cuando a Hoffman le viene en gana, a mi juicio, el del sosia, que tantas posibilidades ofrece, será uno de los asuntos peor tratados del texto.
La nueva etapa del viaje de Medardo le llevará al reino de un benévolo príncipe. Tras entrar en la corte merced a su erudición y unas disertaciones sobre el juego que a fe mía no vienen al caso, Medardo será reconocido por Aurelia como el asesino de Hermógenes y detenido por dicho crimen.
Mientras el lector -como el mismo Medardo, quien ocupa el tiempo en su celda en urdir coartadas- está convencido de que el fraile, ahora cortesano, es el asesino, resulta ser que no. Ha sido el doble y Medardo, tal y como pretendía él mismo en las argumentaciones que inventaba en su confinamiento, es un noble polaco.
Liberado mediante esta chapuza narrativa de la prisión, convencida la misma Aurelia de su inocencia, se prometerá a él en matrimonio. Sin embargo, después de un nuevo transporte durante la que habría de ser su boda, que coincide con la que habría de ser la ejecución de su doble, Medardo es presa de un delirio en el que dará muerte incluso a la misma Aurelia.
Vestido otra vez de fraile, Medardo despertará de su acceso de locura en un manicomio al que le ha llevado Belcampo. Reemprendido el camino a Roma, en la Ciudad Eterna volverá a ser famoso por su bondad. Tanta será la estima de la parroquia romana que el mismo pontífice le llamará a su presencia. Cuando el papa -un hombre descreído en el que Hoffman personifica toda su crítica religiosa. Aunque a diferencia Lewis, el alemán apenas se muestra anticlerical- considera la posibilidad de convertirle en su confesor, Belcampo -creo recordar- le advierte que por ello su vida corre peligro. En efecto, tras ver cómo el mismo fraile que le acusara ante el tribunal de la corte -quien luego le pide perdón- es degollado por los miembros de otra orden religiosa, Medardo regresa a su convento.
Con anterioridad, la historia del doble nos es referida mediante un dudoso artificio: un manuscrito dejado por el pintor que mostraba la experiencia del religioso en sus cuadros. Descendiente de un artista impío, que pintó a Santa Rosalía (Aurelia) desnuda y engendró varios hijos exactamente iguales, todo parece indicar que ha sido uno de sus hermanos -o primos- el autor de cuantas fechorías se le han imputado a nuestro buen monje.
Otra vez en su monasterio, Medardo es bien recibido por sus antiguos compañeros. Allí asistirá, ya sin transportes, a la ordenación como monja de Aurelia, que no murió, como todos creímos, asesinada por Medardo.
Por su parte, la religiosa -en la que resuenan todas las monjas seducidas de la historia de la literatura- es descendiente de la modelo en quien el antepasado artista del monje quisiera ver a Santa Rosalía. Pero el doble del fraile dará muerte a la bella hermana, quien exhalará su postrer suspiro perdonando a Medardo.
El último descendiente de una estirpe maldita ha expirado su culpa, y la de todos sus ancestros, superando la tentación de abalanzarse sobre ella el día de la ordenación. Un año después será nuestro fraile quien fallezca. Todo parece indicar que Santa Rosalía (Aurelia) le ha llevado con ella. Lo que está claro es que este folletín -aturulla hasta en este simple apunte de su asunto- desmerece la genialidad de su autor en sus grandes aportaciones a la literatura gótica.
Publicado el 27 de abril de 2013 a las 01:30.